Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.Mateo 5:6
En realidad el hombre natural no tiene tanta hambre y sed de justicia como dice tener, pues si verdaderamente fuera así, no solamente se quejara del delincuente que sale por televisión, sino también por aquellos delitos privados que cometen a diario contra sí mismos, contra el prójimo y contra Dios y le tienen sin cuidado.
Serie de Artículos Este artículo es la cuarta parte de una serie más extensa (ocho artículos en total) sobre las bienaventuranzas. Pueden leer la introducción (Introducción al estudio de las Bienaventuranzas), la primera parte (bienaventurados los pobres en espíritu) la segunda (Bienaventurados los que lloran) y la tercera (Bienaventurados los mansos). Inicialmente esta fue una serie de sermones predicados en nuestra iglesia entre Febrero 2015 y Febrero 2016.
Cuando el Señor se dispuso a presentar esta bienaventuranza la relacionó con dos de nuestras necesidades vitales que tenemos más presentes y recurrentes, bienaventurados los que tienen hambre y sed no de alimento físico y de agua, sino de justicia. Aunque las Escrituras se refieren a la justicia en dos sentidos, aquella que recibimos de Dios por imputación y aquella que practicamos para parecernos a Él, Cristo no especificó a cuál de las dos se estaba refiriendo, pero el hecho de que la orientación de todas las bienaventuranzas son aspectos de la vida cristiana a practicar y al mismo tiempo, ellas solamente están presentes en quienes son parte del reino, entiendo prudente que las consideremos ambas. Además, solamente aquel que ha recibido la justicia imputada podría manifestar verdadera hambre y sed por la justicia practicada. Bienaventurados somos cuando hemos sido declarados justos, al ser perdonados nuestros pecados, y bienaventurados somos también cuando por vía de consecuencia se manifiesta en nosotros este afán por vivir la justicia.
El hambre y sed de justicia que se limita a determinada selección muy específica, regularmente de delitos ajenos, no es hambre, sino gula; no es virtud sino vicio.
De todas las bienaventuranzas, esta es quizás la que con más frecuencia los no creyentes piensan tener. El común de los hombres afirma anhelar la justicia, ven el noticiario y rasgan sus vestiduras ante los casos de corrupción, violencia y los abusos de poder, piden que esos hombres sean condenados y critican a las autoridades por lo cumplir con su función al respecto. En las conversaciones de sobremesa es frecuente el momento en el que llega un fuerte ardor por la justicia y la queja sobre la falta de voluntad para que la misma prevalezca. Parece que es así, pero en realidad el hombre natural no tiene tanta hambre y sed de justicia como dice tener, pues si verdaderamente fuera así, no solamente se quejara del delincuente que sale por televisión, sino también por aquellos delitos privados que cometen a diario contra sí mismos, contra el prójimo y contra Dios y le tienen sin cuidado. El hambre y sed de justicia que se limita a determinada selección muy específica, regularmente de delitos ajenos, no es hambre, sino gula; no es virtud sino vicio. No puede gritar por hambre aquel que ve la noticia con servicios de televisión o energía eléctrica ilegales, o desde la privacidad de un cuarto de hotel con la mujer que no le corresponde. Muchos dicen tener verdadera hambre y sed, pero en realidad lo que anhelan es tener la oportunidad de delinquir, no les molesta tanto el pecado mismo, sino la oportunidad que tuvo otro de cometerlo en detrimento de ellos. Sacaron a Dios de la ecuación, y con ello limitaron lo que es injusto a lo que a mí me afecta. Su filosofía es vivir sin hacer daño a nadie —o por lo menos tratar de no enterarse—pero del conjunto de perjudicados han excluido a Dios. No tienen hambre y sed de justicia aquellos que ignoran al juez. Hasta que en los noticiarios y en los programas de panel se comience a Dios y se le llame al pecado por su nombre, su afán por buscar lo justo no será más que una promoción indirecta del pecado: muestran las mansiones de los delincuentes, reseñan con morbo sus extravagantes estilos de vida, mencionan sus pecados como si fueran privilegios y el pueblo rechina sus dientes de rabia; por «la injusticia» de que unos puedan y ellos no.
El hambre y la sed de justicia de las Bienaventuranzas tienen su origen en Dios y tienen a Dios como fin. Cuando tengas hambre y sed de justicia no solamente te molestará que determinadas personas cometan determinados delitos, sino que te molestará sobre todo que la ley de Dios ha sido torcida y también de molestarán tus propios pecados, una señal inequívoca de que el Espíritu Santo ha sembrado esta bienaventuranza en ti, pues se nos dijo que « cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio1». Si alguien llega a estimar la ley de Dios en su perfección y a rechazar cualquier transgresión de ella, principalmente la propia (por ser de la que regularmente está más al tanto), sin duda alguna es bienaventurado. Cuando es genuina la presencia de la bienaventuranza no solamente ocurre de forma esporádica o ante pecados puntuales, sino que hay una búsqueda constante por lo que es recto, tan frecuente como las tres comidas diarias con sus meriendas intercaladas; la rectitud nos satisface, pero al corto tiempo tenemos hambre y sed de más.
Un activista hablará de injusticia, de abuso, de discriminación, de algún derecho quitado, de algún débil que ha sido vejado, pero evitará a toda costa el término pecado, pues si es pecado, quien ha sido primera y principalmente afectado es Dios, y no nosotros.
El hambre y la sed de justicia no se logra con pancartas: es la obra sobrenatural de Dios en el corazón del hombre regenerado.
El liberalismo tiende a confundir esta bienaventuranza en la «justicia social» (distributiva): levantan pancartas por el la igualdad social, por la igualdad de oportunidades y la generalización del estado de bienestar, pero el contexto no admite confusión: el hambre y la sed de justicia no se logra con pancartas: es la obra sobrenatural de Dios en el corazón del hombre regenerado; no viene desde afuera, sino desde adentro. En cuanto a este tema, hay un abismo de diferencia entre ser un cristiano y ser un activista: la herramienta del activista es la exposición de la maldad para que la misma sea contenida, mostrándose él como el agente que logró tal cambio. Estos dos componentes están muy presentes en toda manifestación: el deseo de que algo sea contenido y el deseo de ser parte del cambio. Ese deseo no es necesariamente vanidad, todo hombre quiere que si vida alcance algún propósito, defender alguna causa. El activista no analiza qué produjo la maldad ni cómo lograr eliminarla, con que se reduzcan los síntomas quedará satisfecho, es como el jardinero que poda hoy las plantas y con gusto vuelve a hacerlo el mes siguiente. Su trabajo no es despreciable, cualquier esfuerzo por que la maldad sea contenida debería ser bien recibido. A diferencia suya, el cristiano no se conforma con los síntomas, tampoco es propio de él mostrarse como un agente, tiene toda su confianza en el poder del evangelio para producir verdadera justicia y mostrar así la gloria de Dios. El activista y el cristiano pueden trabajar juntos, de hecho muchas veces se trata de la misma persona, pero un verdadero cristiano nunca se conformará con podar el árbol, pretenderá siempre atacar la maldad por la raíz (pecado): «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?2». (Un activista hablará de injusticia, de abuso, de discriminación, de algún derecho quitado, de algún débil que ha sido vejado, pero evitará a toda costa el término pecado, pues si es pecado, quien ha sido primera y principalmente afectado es Dios, y no nosotros.)
Quizás ayude mostrar algunas expresiones genuinas de esta bienaventuranza, de forma tal que estemos atentos y al describirlas comenzar a cultivarlas:
Las artes plásticas, la música, la literatura, las amistades, las instituciones, el reposo; cualquier área que compete a la vida de ese hombre bienaventurado tendrá que ser reexaminada a la luz de una nueva perspectiva.
Cualquier recurso (incluido la ley) que no sea el hambre y la sed de justicia que produce —y satisface— en nosotros el Espíritu Santo, por muy bueno que sea, termina en insatisfacción.
Cierta insatisfacción en nuestros intentos. Ya sea de forma explícita o implícita, todos vivimos a la luz de algo: un decálogo, un modelo, unas resoluciones, la forma de vida de alguien admirado, y cuando esta bienaventuranza se manifiesta, es normal que lo que antes había estado conduciendo nuestra vida nos produzca ahora cierto desencanto. Es el caso de aquel hombre que se acercó al Maestro para saber qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. El maestro le recomendó lo mismo que había estado haciendo —que de hecho no era malo—, guardar la ley. «Él dijo: todo esto lo he guardado desde mi juventud». Si su fuente de justicia era suficiente, si había estado guardando la ley desde su juventud, ¿para qué necesita que se le responda lo que la ley ya debía de haberle respondido? La realidad es que cualquier recurso (incluido la ley) que no sea el hambre y la sed de justicia que produce —y satisface— en nosotros el Espíritu Santo, por muy bueno que sea, termina en insatisfacción. La promesa está en esta bienaventuranza: «ellos serán saciados».
(No es un listado exhaustivo, muestra el punto. El hambre y sed de justicia se sacia con una obra puntual de Cristo en nosotros al declararnos justos y se alimenta frecuentemente por la justicia practicada. Cuando el hambre y la sed no son producidas genuinamente, por obra del Espíritu Santo, no es la de la bienaventuranza, sino un mecanismo elaborado —carnal— para servirnos por medio de la injusticia a nosotros mismos.)
May 25, 2018