El sacerdocio de todos los creyentes, en perspectiva
Uno de los legados de la Reforma Protestante ha sido el sacerdocio de todos los creyentes. Los reformadores rescataron desde las Escrituras lo que había quedado sepultado bajo el polvo de la tradición: que todos los verdaderos creyentes tenemos dones y una responsabilidad en la mutua edificación. Antes de la Reforma el pueblo de Dios había permanecido relativamente pasivo, pues el trabajo se «descansaba» en clérigos profesionales que se dedicaban solamente ellos a la obra del ministerio; después de la Reforma el pueblo se involucró activamente, con unas expectativas de no solamente recibir, sino también de dar. Hoy es común que cuando dos creyentes se conocen se hagan la pregunta, ¿cuál es tu ministerio? Esto ha resultado beneficioso en muchos sentidos, pero tiene también sus limitaciones: abusar de la apertura podría ser tan lamentable como la falta de obreros: hermanos involucrados en el trabajo por razones que pueden ser más o menos loables, pero sin la confianza de que han sido enviados por el Señor de la obra y con el desespero de no ver el fruto esperado. Es deseable y necesario el involucramiento de todos los creyentes en la obra del ministerio, pero antes de entrar, el obrero debería tener una fuerte convicción de que es el Señor que le está llamando, que su trabajo no es solamente el resultado del activismo o de la necesidad imperante, ni siquiera de la profunda compasión, sino que él es la respuesta de Dios ha una oración urgente.
Un texto anticlimático
La primera parte del evangelio de Mateo describe en detalles el ministerio de nuestro Señor, luego, presenta una transición (9:35-38) y continúa con Él enviando a sus discípulos (10), que ahora son llamados apóstoles, a hacer ellos la obra del ministerio. El texto de la transición muestra primero un resumen del ministerio del Señor («recorría Jesús todas las ciudades y aldeas»1), algo que cualquier creyente se sentiría animado a imitar; luego la compasión que sintió por la multitud, algo con lo que podemos identificarnos («al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas»2), llegando a sentir lo mismo; después la dimensión de la obra y la necesidad de obreros («a la verdad la mies es mucha y los obreros pocos»3), de forma tal que quedamos en la posición de poner nosotros la mano en el arado y responder con entusiasmo a la necesidad. Entonces la descripción toma un giro inesperado y anticlimático: todo nuestro deseo de imitar a Cristo recorriendo las ciudades y las aldeas como Él lo hizo, toda nuestra compasión al ver las multitudes como Él las veía y nuestro deseo de responder rápido a la necesidad de obreros quedan repentinamente detenidas. Quedamos con la mente y el corazón listos para responder, pero sin la capacidad de hacerlo en nuestros términos o por nuestros propios medios. ¡En vez de actuar se nos llama a rogar! Es como si un balde de agua fría fuera derramado sobre nosotros cuando en el calor del momento ya estábamos por salir: «rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies4». Así es que avanza la obra del ministerio: no por nuestro activismo o ardor, sino orando para que el Señor de la obra envíe obreros. Nuestra primera respuesta a la necesidad no es la acción, a lo que debería impulsarnos el ejemplo de Cristo, la necesidad de la gente o la falta de obreros es a rogar.
Una gran debilidad
Hoy tenemos una gran cantidad de obreros involucrados en el trabajo, pero la cantidad de ellos es inversamente proporcional a sus convicciones: poco son los que realmente se ven a ellos mismos como la respuesta del Señor a una oración, los que asumen su ministerio como más que una tarea un llamado personal de Dios para sus vidas. Lo que debería ser la gran fortaleza de la iglesia contemporánea, la cantidad de obreros, es al mismo tiempo su gran debilidad, la pobre identidad y entrega de los mismos. Le preguntas a un creyente que cuál es su ministerio y rápidamente te responde con entusiasmo, pero le preguntas que cómo llego a saber que ese era el llamado único del Señor para su vida y no sabe qué contestar. ¡La convicción de un llamado es absolutamente necesaria para hacer la obra! Es imposible que alguien desarrolle un trabajo difícil, y por el tiempo necesario como para ver fruto, a menos que la persona misma sepa que fue Dios que le envió. Los obreros reclutados mecánicamente, por voluntad humana, sin ellos y nosotros haber estado rogando primero al Señor de la obra, terminan siendo una pesada carga: no soportan el calor del sol ni las dificultades del camino, circunscriben su labor a lo estrictamente necesario, abandonan la tarea con los primeros retos, pocas veces sienten lo que Cristo sentía y requieren que tener a su lado otro obrero para que les recuerde cumplir con la tarea que les asignamos nosotros. El verdadero obrero del Señor siente fuego en su corazón: una motivación que viene desde adentro, no desde afuera, que le permite persistir. Un obrero sin convicción de llamado es un soldado sin fusil, pretender responder a la gran comisión contando con el activismo de la gente o nuestra capacidad para mantenerles motivados es como enviar un ejército desarmado y esperar que ganará la batalla. Que el Señor envíe más y más obreros, y que tengamos todos nosotros la paciencia de esperarlos.
Foto — xmollv / UNSPLASH
Excelente artículo. Dios es quien llama a los obreros para trabajar en su obra, no es con nuestro intelecto, aunque es muy influyente, si no con la capacitación que el mismo Señor nos da, por medio de su Palabra, oración y con la ayuda de nuestros hermanos que nos enseñan y nos guían….gracias hermano!