Hablaba con un amigo sobre las barreras que tienen que ser derribadas para que un grupo de personas pueda llegar a ser una comunidad. Un hecho interesante es que casi todas las iglesias que han sido sembradas en los últimos años, ya sea por estaca o por semilla—PezMundial incluida—, dicen ser comunidades, cosa que responde a una razón sociológica sencilla: por la desintegración de la familia y el nivel de vida tan acelerado en que hoy vivimos, el principal problema de mi generación es la soledad, su talón de Aquiles el poco sentido de pertenencia y su pasatiempo favorito ver televisión, características que le hace estar abierta al término «comunidad», pues suena como música para sus oídos.
Lo que dice el cartelito
Así como en otros tiempos, cuando los problemas eran el oscurantismo, la herejía o el liberalismo, las congregaciones se colgaban un cartelito para anunciar que eran «bíblicas» o «fundamentalistas», ahora, que el problema es la soledad, el cartelito reza «comunidad» como respuesta. De lo que no estoy muy seguro de qué queremos expresar cuando decimos que la iglesia es una comunidad, si lo estamos enunciando como un hecho, como una ilusión o como una expectativa; si lo decimos porque lo somos, porque creemos que lo somos o porque queremos serlo. Si lo anunciamos como un hecho y no lo somos, mucha gente se sentirá engañada, o por lo menos decepcionada.
Quiero creer que la última de las opciones es la más común: decimos que la iglesia es una comunidad porque queremos que lo sea, aunque ahora mismo seamos solamente una reunión. Podemos entonces pasar a hablar de las barreras que lo impiden, siendo a mi entender las más altas y anchas —difíciles de saltar y difíciles de bordear— el egoísmo y el trasfondo, y por sutil, principalmente esta última. Si juntas en un salón 200 personas egoístas, quienes nunca antes han experimentado lo que es una comunidad y cuya principal expectativa al llegar a ser parte de la iglesia es satisfacer sus propias necesidades (racionales, emocionales y relacionales), no tendrás una iglesia (una comunidad de fe, esperanza y amor), sino un concierto (canciones), una conferencia (sermón) o una mezcla de ambas cosas (televisión).
Sorprendentemente, en muchas de las iglesias que se hacen llamar comunidades lo único que tienen en común sus miembros es un pedazo de madera (el banco) o el espacio físico en donde se reúnen (el templo); entran y se sientan durante dos horas como si estuvieran frente un televisor sintonizando su programa de variedades favorito; si ese día se comparte la santa cena, quizás asuman que el vino es la Coca-Cola y el pan las palomitas de maíz.
La barrera del trasfondo
Tristemente, el hecho de no haber pertenecido nunca antes a ninguna comunidad, sino más bien solo asistido a sentarse en una casa (a comer mirando el plato) o en una escuela (a aprender mirando al maestro o el pizarrón), nos incapacita para vivir la iglesia como una experiencia comunitaria, condicionándonos a repetir lo que desde siempre hechos hecho: asistir para sentarnos tranquilitos como si estuviéramos en un pupitre a mirar hacia el púlpito y repetir cosas (canciones, versículos): ir de la cama a la silla del comedor, para ser alimentados y de la cama a la silla del aula, para ser instruidos; sin que tengamos en ninguno de los dos lugares nada en común con la gente que nos rodea más allá del horario, el programa, el menú, el plato o el espacio físico. Lo mismo pasa con nuestras ciudades, vivimos al día de hoy más cerca de nuestros vecinos que en ningún otro tiempo, tanto, que podemos oír sus pisadas en nuestro techo, pero ni siquiera sabemos sus nombres.
Estas son las comunidades en las cuales ha transcurrido nuestra existencia: la casa, la escuela y el apartamento, y ninguna de ellas es ahora mismo un buen ejemplo para llegar a entender la iglesia. La iglesia no es una comunidad porque sus miembros tienen un espacio en común, unos objetos en común o se reúnen en un horario establecido, sino, porque sus miembros han llegado a compartir a un nivel mucho más profundo una fe, una esperanza y un amor en común. Intencionalmente utilizo la expresión «han llegado» en vez de tienen, para dar a entender que esto no sucederá de manera mística mientras vemos televisión, sino, cuando trabajemos para ello, cuando lo desarrollemos. Se requiere remplazar el yo por el nosotros y el consumismo por la mutua edificación; se requiere creer que a pesar de no haber sido expuestos antes a una experiencia de este tipo, si trabajamos juntos para lograrlo, la comunidad eventualmente puede emerger y los que antes sólo miraban la pantalla comenzarán a mirarse los ojos.
Conversar y compartir
Un gran paso para que lograr que el término comunidad vuelva a estar cargando de sentido es crear oportunidades de que la gente converse y se comparta. Cuando la familia no sólo se sienta a la mesa, sino que también comparte su día, sus dificultades y sus sueños en una conversación relevante, sus miembros pueden llegar a tener otras en común más allá de la mesa o los alimentos, llegando a ser una comunidad. Lo mismo pasa en la iglesia, no basta con que cantemos juntos y nos sentemos a escuchar el sermón. Si es para eso que nos reunimos mejor quedémonos en nuestra casa, veamos el culto por televisión y sigamos siendo egoístas. Para que seamos algo más es necesario que nos volvamos a sentar a la mesa para no solamente escuchar, sino también conversar. Cuando llegas a conocer las luchas, los proyectos y las necesidades de tus hermanos, entonces puedes vivir aquellos los unos a los otros que están en el Nuevo Testamento (oren, cuídense, anímense, ámense, ayúdense e instrúyanse y muchas otras cosas más, los unos a los otros) y la comunión se hace real. A menos que no exista una conversación —y me estoy refiriendo a una conversación relevante y significativa, no solamente una dinámica donde nos paramos y decimos nuestro nombre junto al nombre de una fruta— no puede existir una comunidad.
Estoy casi seguro de que el nivel de comunión de un hogar es inversamente proporcional al número de televisores: mientras menos cosas en común tienen sus miembros se necesitan más aparatos para rellenar los silencios incómodos: en la sala, en la cocina y en la habitación. Lo mismo pasa en la iglesia, mientras menos cosas en común tienen sus miembros, más entretenido, dinámico y colorido debe de ser el culto para rellenar las 2 horas de programación. Si por un momento falla la energía eléctrica (en la casa) o la plataforma se queda vacía (en la iglesia) ocurre un silencio incomodo que se torna insoportable para todos los miembros. Ya tenemos púlpitos para predicar y bancos para sentarnos a cantar mientras miramos al frente, ahora nos hace falta unas cuantas mesas para conversar mirándonos a los ojos. Ojalá que pronto falle la energía o se quede vacía la plataforma, para que tengamos que hacerlo.
Una impotente soledad
Así como el momento en que más hambre puede sentir un mendigo es cuando ve a otras personas comer a través de la ventana de un restaurante, el lugar en donde más sola se puede sentir una persona es en la iglesia, pues lo que siente es una impotente soledad: estamos aquí —se dice—, como una multitud, sentados cantando unos al lado de los otros, pero sin ningún tipo de contacto real. Ellos no sabe quién soy yo ni yo sé quiénes son ellos, pero el banco y el canto nos mantienen unidos. Dentro de un rato nos levantaremos, como mucho compartiremos una sonrisa en forma de saludo —tal como hacemos con el vecino— y volveremos cada uno a lo nuestro. Por dos horas, vimos nuestro programa de televisión favorito.