Así como providencialmente se nos ha concedido creer, también se nos ha concedido padecer e identificarnos con Cristo, a veces en formas muy palpables.
En su contexto histórico, lo que Cristo estaba proclamando no era solamente sorprendente, sino hasta ofensivo. Un pacificador no podía ser un buen ciudadano —ni entre los judíos ni entre los romanos—, tal cosa era una inmoralidad. En su tiempo, promover la paz era tan inmoral (por alterar el statu quo) como lo es ahora el militarismo.
Un hombre no regenerado podría convenientemente apartarse aunque sea temporalmente de pecados particulares al constatar sus destructivas consecuencias, pero solamente aquel en el que habita el Espíritu Santo puede llegar a ver el pecado como Dios lo ve.
En realidad el hombre natural no tiene tanta hambre y sed de justicia como dice tener, pues si verdaderamente fuera así, no solamente se quejara del delincuente que sale por televisión, sino también por aquellos delitos privados que cometen a diario contra sí mismos, contra el prójimo y contra Dios y le tienen sin cuidado.
En palabras sencillas, un manso es aquel hombre que con la ayuda del Espíritu Santo ha logrado dominar su hombre interior, de forma tal que ya no tiene sed de venganza o retaliación ni vive para defender sus propios intereses.
¡Bienaventurados los que lloran! Pues tienen evidencia de la obra del Espíritu Santo en sus corazones, de forma tal que se han vuelto tiernos, significa que realmente están vivos. No sucede naturalmente, pero hay motivos puntuales por los que un hombre sensibilizado por el Espíritu Santo tiene que llorar.
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