Vinieron, pues, a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendÃan y compraban en el templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendÃan palomas; y no consentÃa que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Marcos 11:15-16
Durante siglos el Señor soportó esta práctica perversa; aún en su encarnación visitó el templo varias veces antes de voltear las mesas. Es esperable que más allá del mercantilismo, la superficialidad y el acartonamiento algún verdadero adorador llegara a presentarse, pero con toda seguridad, gran parte de esos sacrificios improvisados, aunque técnicamente, correctamente presentados, no llegaron a su presencia.
Mientras lees el relato de la purificación del templo es muy tentador concluir apresuradamente en que se trataba de un conjunto de comerciantes impÃos, corruptos, que habÃan «secuestrado» la adoración al Señor, pero si te detienes un poco más verás un cuadro mucho más complejo: era tan ofensiva la actitud de los mercaderes como la del pueblo mismo, no era un acontecimiento aislado o eventual, sino la norma, la cúspide de un largo proceso de deterioro en la adoración, algo a lo que no se llega de un dÃa al otro ni intencionalmente, sino con el tiempo, y por medio de actitudes que con toda seguridad parecieron inicialmente dignas y muy razonables. Si estas actitudes se vieran en su inicio, o de forma separada, no parecerÃan tan repugnantes como cuando se ven todas juntas y en su desarrollo.
Un sacrificio adquirido allà mismo, preparado por quien prepara cientos o miles del mismo tipo (becerras, cabras, carneros, tórtolas, palominos) para venderlos con un esperable sobreprecio por su servicio era mucho más preciso que intentar alcanzar la norma: leyendo, discerniendo, corriendo el riesgo.
¡Qué fácil es comenzar con una buena intención y terminar con algo aborrecible!
Ahora permite que pasen los años, que todos estos elementos dispersos se junten y prevalezca lo mercantil en la intención y te encontrarás con lo que llenó de celo el corazón del Señor: «mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones»1. Lo que en inicio parece práctico, cómodo, conveniente y preciso ahora se ve grotesco y deleznable. ¡Qué fácil es comenzar con una buena intención y terminar con algo aborrecible! Aplica esto mismo a la forma en que pretendes adorar al Señor el próximo domingo, o a la forma en que lo has estado adorando durante este año, o en la década anterior. ¿Prepararás de antemano tu sacrificio de alabanza2 o esperas encontrarlo en el templo? ¿Harás tú la debida diligencia de seleccionar el sacrificio correcto o descansarás en la experiencia de un lÃder de alabanza que lo hará por ti? Qué tal la comodidad y la conveniencia, ¿vendrás a adorar al templo o te quedarás en tu casa? Y después de venir, ¿te conformarás con que tu sacrificio siga el «curso esperable» —rápido y sin contratiempos— o pondrás también tu corazón? ¿Dirás que de todos modos Dios recibirá tu sacrificio? Durante siglos el Señor soportó esta práctica perversa; aún en su encarnación visitó el templo varias veces antes de voltear las mesas. Es esperable que más allá del mercantilismo, la superficialidad y el acartonamiento algún verdadero adorador llegara a presentarse, pero con toda seguridad, gran parte de esos sacrificios improvisados, aunque técnicamente correctamente presentados, no llegaron a su presencia. Asà se corrompe la adoración: se comienza por dar argumentos muy prácticos, razonables y cargados de buenas intenciones y se termina en un mercado. ¡Que nuestra adoración a Dios nunca deje de ser un sacrificio!