El domingo pasado estuve enseñando en PezMundial sobre cómo lidiar con los pecados de nuestros padres, un tema amargo, pero extremadamente saludable. A veces bromeo con mis amigos y les digo que éstas son las especias, tomando el ejemplo del cordero pascual, y de esa forma les pedí a mis hermanos que recibieran el sermón: no como un corte de cordero jugoso y sabroso, sino como un condimento amargo, pero sumamente conveniente para su desarrollo espiritual. Sé que no es fácil recibir un tema como este teniendo allí a tus padres y en algunos casos hasta a tus abuelos, y viceversa (teniendo allí a tus hijos o hasta a tus nietos), pero la salud siempre ha de anteponerse a la comodidad y lo saludable a lo sabroso.
En nuestra cultura latinoamericana hablar de las faltas de nuestros progenitores está muy mal visto, sin embargo, evaluar su ejemplo a la luz de las Escrituras es un paso que como cristianos debemos dar para romper con el pasado y recibir la mejor de las herencias, que es la porción de Jehová. Este es uno de los temas que van y vienen en las librerías cristianas con diferentes nombres (maldiciones generacionales, maldiciones sin quebrantar) y enfoques, algunos más apropiados, otros totalmente incorrectos, al punto que muchos maestros prefieren evitarlos. Mal haríamos si por un enfoque incorrecto que en determinado momento un autor le dio a un tema tan importante como éste, olvidáramos las preciosas enseñanzas que reposan al respecto en las Escrituras.
De la genética al mal ejemplo
Muchas cosas se heredan de nuestros padres: heredamos sus amigos, sus pertenencias o sus deudas, la forma de su cuerpo, sus gestos y hasta su forma de caminar. En el ADN que nos legaron recibimos un paquete complejo que contiene desde el color de nuestros ojos hasta un conjunto de enfermedades que con mucha probabilidad terminarán siendo nuestras eventualmente, pues así como algunos heredan fortunas que no pueden recibir hasta los 21 años, otros heredamos la diabetes o la hipertensión que recibiremos cuando lleguemos a los 40. También hay otra cosa que heredamos, no menos importante que las anteriores, pero mucho menos mencionada: sus malos ejemplos. Ejemplos que quizás por haber sido expuestos a ellos a una edad muy temprana ni siquiera recordamos haber visto, pero que son parte de nosotros y muy probablemente terminaremos repitiendo.
Escuché una vez a un psiquiatra compartir unas estadísticas alarmantes sobre los patrones de violencia familiar que resumía con una máxima y explicaba con una paradoja: los abusados terminan siendo abusadores. En la explicación, mencionaba el sufrimiento de un hijo al ver el maltrato físico y emocional al que era sometida su madre y cómo, tristemente, al crecer y casarse, él también terminó siendo un abusador. Y es que el ejemplo de nuestros padres es una influencia muy fuerte, tanto por la identificación que tenemos con ellos como por el momento en que lo recibimos, cuando pensábamos que eran ellos la máxima representación de la bondad, justicia y perfección. Sí, afirmarlo parece irreverente, pero para un niño, su padre es Dios, a Jehová, posiblemente, lo conocerá después.
La uva y la dentera
Sería totalmente incorrecto e innecesario que los hijos pidamos perdón por los pecados de nuestros padres, pues nuestra responsabilidad ante Dios es personal. Ni siquiera por el pecado original tenemos nosotros responsabilidad, pues lo que recibimos de Adán y Eva no fueron sus pecados en sí, sino el pecado, una inclinación natural a pecar y un entorno corrompido por la influencia de los pecados que nos empuja a desobedecer la voluntad de Dios y atender la propia. Cada hombre nace inocente, y por su inclinación a la desobediencia y el mal ejemplo de su entorno, comete sus propios pecados; por esos últimos, y no por los de sus padres, es que tiene responsabilidad. En Israel había un refrán que rezaba de la siguiente manera: «Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera». El Señor mismo lo invalidó explicando lo siguiente por medio del profeta Ezequiel:
¿Qué pensáis vosotros, los que usáis este refrán sobre la tierra de Israel, que dice: Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera? Vivo yo, dice Jehová el Señor, que nunca más tendréis por qué usar este refrán en Israel. He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá. (Ezequiel 18:24)
Bien, con esto resolvemos que cada cual es responsable individualmente por las uvas que se comió, pero aun tenemos un asunto pendiente, y es nuestra inclinación a comer uvas, ya sea porque vimos a nuestros padres comerlas, porque ellos nos dijeron que comerlas era bueno o aún más grave, porque comer uvas —simbólicamente, cometer determinados pecados— es un valor, costumbre o tradición familiar. Y es que así como para algunas familias los asados son una tradición y para otras las paellas, existen pecados que van pasando (en forma de ejemplos y no de culpa) de generación en generación. Esta es una cadena de inclinaciones y tradiciones pecaminosas que van pasando como un legado de padre a hijo (deudas, inconstancia, inmoralidad sexual, alcoholismo, violencia) hasta que alguien los reconoce, las rechaza e intencionalmente las combate.
No se trata de ir al pasado a buscar si nuestros padres nos ataron en rituales paganos, como han enseñando algunos, pues nadie tiene la autoridad de comprometer espiritualmente a la generación siguiente, sino evaluar sus ejemplos a la luz de la revelación de Dios buscando en qué cosas nosotros mismos, aunque inducidos por ellos, nos hemos comprometido o podríamos comprometernos.
La receta del salmista
Romper con los pecados del pasado no es tan fácil como gritar a viva voz «lo recibo» o «No lo recibo»; se trata de un proceso en el cual identificamos nuestra herencia, la rechazamos intencionalmente y dependemos de Dios para combatirlas. Precisamente fue eso lo que hizo el salmista en el Salmo 106, que fue la base de la enseñanza del domingo:
- Comenzó reconociendo el nombre de Jehová, proclamándolo como el mejor de los ejemplos en bondad, misericordia, poder y justicia. (Salmos 106:15)
- Luego reconoció que sus padres pecaron, pero que él no heredó los pecados de sus padres, sino que era responsable por los que él mismo cometió. Este es un versículo clave para diferenciar el ejemplo de pecado de la responsabilidad: «Pecamos nosotros, como nuestros padres; hicimos iniquidad, hicimos impiedad». (Salmos 106:6) Esto es consistente con la enseñanza de Jesús:
Y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres! (Mateo 23:30—32)
- Más tarde describió detalladamente en qué consistieron esos pecados de sus ancestros como una manera de intencionalmente cometer los mismos. Para cualquier hijo éste debe de ser un ejercicio doloroso, pero al mismo tiempo muy necesario. Ayuda a poner a nuestros padres en el justo contexto de su humanidad y a no amarlos irracionalmente, sino verdaderamente. La razón por la que debemos honrar a nuestros padres no es porque sean modelos de perfección, sino porque eso es justo y contiene una preciosa promesa de Dios. (Efesios 5:23).
- Finalmente terminó clamando a Dios, manifestando así una actitud de pendencia. (Salmos 106:4748). Con esto concluí también el domingo: Dependo de Dios, mi padre espiritual, reconociendo que Él es el mejor ejemplo de amor, justicia y verdad, pero debo sobreponerme al mal ejemplo de mi padre terrenal.
Un amor irracional hacia nuestros progenitores nos impide amar verdaderamente a Dios, nuestro padre celestial. Cuando reconocemos sus pecados no solamente estamos trabajando para evitar cometerlos nosotros mismos, sino que nos colocamos en condición de llegar a conocer y disfrutar del amor más puro, perfecto y completo que puede conocer persona alguna, y es el amor de Dios. En muchas ocasiones nuestros padres terrenales nos defraudan y probablemente nosotros mismos terminemos defraudando también a nuestros hijos, pero hay una promesa en la cual podemos refugiarnos todas las generaciones, y es que «Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová me recogerá». (Salmos 27:10)
Un articulo digno de ser llevado a un libro, para que asi,sean mas las personas que se apropien de su enseñanza. La gloria sea del Señor.
Excelente!
Hace un tiempo hice unas entradas con este tema al cual catalogo de «muletilla» para no asumir responsabilidades por nuestros pecados.
Saludos!
Si me permites compartir el link:
http://lumbrera.wordpress.com/?s=maldiciones+generacionales
Muy bueno el artículo, bendiciones.