Todo cristiano anhela ver el crecimiento de la iglesia, pero sabemos que esto no depende de nosotros mismos: es un milagro, algo sobrenatural que Dios se ha reservado para Él. Lo que sí está a nuestro alcance es sembrar en tantos lugares como nos sea posible, orar y esperar en el Señor, y si vemos fruto, administrar la cosecha como mejor podamos.
No podemos salir a preguntarle al mundo lo que el mundo quiere que se le predique, pues el mundo ha sido cegado, esclavizado y engañado; anhela y compra lo temporal e imperfecto porque desconoce completamente lo perfecto y atemporal. Si el ministro antes de predicar al mundo tiene que preguntar, o él mismo no está seguro del poder del evangelio o de plano, es tan ignorante en estas cosas como su auditorio.
Fruto no es cualquier cosa «buena» que se manifiesta en la vida de alguien, sino, solamente aquello que se manifiesta como consecuencia de la vida de Cristo y que sin Cristo sería imposible que se manifestara.