Para volver a sembrar

Tengo un recuerdo que atesoro de mi tío Danilo, un hombre cariñoso, repentista con un ingenio impresionante y sumamente inteligente. Un día me llevó a La Vereda, unas tierras que sembraba entre Azua y Majagual, y él mismo, con un machete, cortó gran parte de lo que una vez sembró y no prosperó. Para mí fue una imagen impresionante. No recuerdo el tipo de cultivo, pero sí que eran plantas como de metro y medio, bien verdes. Y recuerdo sobre todo el olor a la savia cuando el corte perfecto del machete rompía tallos y ramas que caían al suelo. Fue un corte rápido, quizás hasta simbólico, como quien hace lo que tiene que hacer antes de poder arrepentirse. También recuerdo el rastro que quedó mientras iba avanzando, un semicírculo casi perfecto, cuyo límite eran las plantas que aún quedaban en pie. (Pronto, otros trabajadores completarían el trabajo, pero era el dueño quien tenía que tomar la iniciativa.) Luego me explicó que la lluvia no permitió que surgieran muchas flores, y que lo poco que sí prosperó no justificaba el uso de la tierra, del agua y los peones. Así comprendió, por la cantidad de flores y el momento del año, que de ese esfuerzo puntual no podía esperar fruto. Oh sí, las flores, ese brote impresionante de colores, diferente al tallo, a las ramas y a las hojas, que emerge en su tiempo y llama la atención, es lo que anuncia, con su contraste, que vendrá algún fruto. (O con su ausencia, que no vendrá.)

Con su ingenio y actitud jovial, resumió: «Lengüita —así me decía—, hay que seguir sembrando, sembrar siempre y en muchas partes». Yo no entendía entonces cómo era posible que plantas de un verde tan intenso, en tanta cantidad y aparentemente saludables estaban siendo cortadas antes de que produjeran su fruto, por la misma persona que las plantó. Ahora entiendo que la agricultura no es principalmente estética o emocional, sino funcional, y que quien se aferra a las hojas, por su verde intenso, no cosecha. Para mí, con mis ojos de ciudad, esas eran plantas irrepetibles y el medio para la única cosecha posible; para mi tío, agricultor con muchas cosechas en su memoria, esas eran las plantas de esta temporada, y pronto esperaba estar cuidando las siguientes. Esa es la diferencia entre el jardinero y el agricultor, un jardín puede ser valioso por sus hojas cuidadosamente podadas en patrones, el valor de un topiario es principalmente estético, pero la agricultura es valiosa por sus frutos, el agricultor quiere tener una cosecha; de ser necesario prefiere volver a empezar con el interés de obtener fruto.

Un jardín puede ser valioso por sus hojas cuidadosamente podadas en patrones, el valor de un topiario es principalmente estético, pero la agricultura es valiosa por sus frutos.

Preguntas sobre la misión

Evocar estos recuerdos me genera una gran cantidad de preguntas sobre la misión, o como más recientemente se conoce, «la plantación», que debería responder el equipo de trabajo de cada iglesia local. ¿Estamos aferrados a una imagen de lo que una vez fuimos? ¿Gustamos más de las fotos de antes o de la visión de mañana? ¿Podemos mandar a «pérdida» algún esfuerzo costoso? ¿Estamos dispuestos a volver a sembrar, con la esperanza de ver flores y gustar de su fruto? ¿Realmente tenemos esperanza? ¿Vemos la plantación como un momento único en el desarrollo de nuestra iglesia o como un ciclo constante que tendremos que repetir? ¿Lo repetiremos nosotros mismos o deberíamos orar para que se levanten otros obreros? ¿Nos sentimos vinculados con la siembra por los medios (programas, infraestructura, cultura, historia) o por los frutos? ¿Está nuestro corazón abierto a nuevas relaciones? ¿Seguimos estando sujetos al creador o nos frustramos por no haber visto para esta fecha el fruto que estábamos esperando? ¿Podemos confiar en que Dios ha sido glorificado con cada uno de nuestros esfuerzos aunque nuestros ojos no hayan visto aún aparentes resultados? Aún en el mejor de los casos, que sería una gran cosecha de mucho fruto, la siembra es un ciclo que comienza y termina, se cosecha el fruto y se vuelve a sembrar. Replantar es una tarea ineludible: preparar el suelo, airear la tierra, remover los restos de cultivos anteriores, poner la semilla y esperar en Dios.

  1. ¿Estamos aferrados a una imagen de lo que una vez fuimos?
  2. ¿Gustamos más de las fotos de antes o de la visión de mañana?
  3. ¿Podemos mandar a «pérdida» algún esfuerzo costoso?
  4. ¿Estamos dispuestos a volver a sembrar, con la esperanza de ver flores y gustar de su fruto? ¿Realmente tenemos esperanza?
  5. ¿Vemos la plantación como un momento único en el desarrollo de nuestra iglesia o como un ciclo constante que tendremos que repetir? ¿Lo repetiremos nosotros mismos o deberíamos orar para que se levanten otros obreros?
  6. ¿Nos sentimos vinculados con la siembra por los medios (programas, infraestructura, cultura, historia) o por los frutos?
  7. ¿Está nuestro corazón abierto a nuevas relaciones?
  8. ¿Seguimos estando sujetos al creador o nos frustramos por no haber visto para esta fecha el fruto que estábamos esperando?
  9. ¿Podemos confiar en que Dios ha sido glorificado con cada uno de nuestros esfuerzos aunque nuestros ojos no hayan visto aún aparentes resultados?

Muerte por cariño

Entre las muchas causas de muerte posible para la misión, como los conflictos y las herejías, la que más frecuentemente se subestima es el cariño. 

Entre las muchas causas de muerte posible para la misión, como los conflictos y las herejías, la que más frecuentemente se subestima es el cariño. Amamos —me incluyo— profundamente la iglesia local tal cuál la hemos conocido, colocamos las relaciones por encima de la causa y nos aferramos a lo que una vez fuimos en vez de asumir con valentía lo que aún podemos ser para el Señor. La añoranza, la tristeza y los recuerdos nos paralizan e impiden que pongamos de nuevo la mano en el arado; no volvemos atrás, pero nos quedamos en el mismo sitio, que es igual. Al final es amor, amor a las relaciones, a dejar a alguien atrás, a las historias construidas, a lo que una vez fuimos o hicimos juntos, en suma: amor a nosotros mismos. Y así muere la iglesia1. Uno no se da cuenta, pero a medida que pasan los años y la vida se vuelve compleja, se termina aferrando a las relaciones de siempre, esas que se tejieron en tiempos donde las cosas eran más sencillas, quizás hasta ingenuas, y la mente tenía más elasticidad: hermanos, amigos y compañeros de batalla, gente con las que uno tiene «historia» y con poco tiempo evoca mucho. Las relaciones nuevas requieren una gran inversión, y su rendimiento es aparentemente poco. Con los compañeros de antes uno se comunica hasta por las miradas, y con poco esfuerzo se hace mucho. Pero tarde o temprano hay que volver a sembrar. La misión continúa, con nosotros o sin nosotros, no se pone en pausa.

La añoranza, la tristeza y los recuerdos nos paralizan e impiden que pongamos de nuevo la mano en el arado; no volvemos atrás, pero nos quedamos en el mismo sitio, que es igual. Al final es amor, amor a las relaciones, a dejar a alguien atrás, a las historias construidas, a lo que una vez fuimos o hicimos juntos, en suma: amor a nosotros mismos. Y así muere la iglesia. 

Replantar la iglesia

Aún hay tierra, aún hay semilla, aún hay esperanza de encontrarnos con el fruto, aunque requiera varios intentos, el clima sigue estando bajo el control del creador.

Volver a sembrar donde ya antes hubo historia no es estimulante, hay que vencer la inercia y el ánimo pesaroso, romper los monumentos: lo que una vez hicimos juntos y hoy tiene más valor simbólico que funcional. El proceso transmite a quien no comprende los ciclos una sensación de pérdida, de fracaso, de gloria pasada, como de edificio antiguo venido a menos, desvencijado. Eso solamente se supera con esperanza, la esperanza de que se nos conceda una nueva gran cosecha. Aún hay tierra, aún hay semilla, aún hay obreros, aún hay esperanza de encontrarnos con el fruto, aunque requiera varios intentos; el clima sigue estando bajo el control del creador. Quien vuelve a sembrar es hombre laborioso, pero sobre todo humilde y dependiente: no permitió que las muchas hojas le nublen el criterio. Se debe amar más las flores que las hojas, y aún más, amar el fruto. Es el fruto, y no las hojas, lo que contiene la semilla que repite el ciclo virtuoso de la siembra y la cosecha. Donde hay fruto, aunque sea poco, hay semilla, pero millones de hojas cuidadosamente atesoradas no producirán una gran cosecha. Debemos amar la plantación, pero el plantador no es plantador hasta que acepta el hecho de que está sujeto a la providencia, él puede abrir la tierra y poner la semilla, lo hace con esperanza, pero el clima está bajo el control de Dios. Hace falta carácter, fuerza emocional y obediencia en el sentido más amplio, para desprenderse, desacostumbrarse, desarraigarse, mover la tierra y volver a sembrar. El evangelio sigue estando disponible, los hombres aún necesitan conocer a Cristo, Dios sigue estando en misión. Las iglesias que una vez fueron plantadas deben volver a replantarse.

Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas.

Salmos 126:5-6
  1. La iglesia de Cristo en su conjunto, la iglesia grande, la iglesia universal, es una iglesia triunfante, la única institución en esta tierra que tiene la promesa de que «ni aún las puertas del Hades prevalecerán contra ella» (Mateo 16:18). Sin embargo, las iglesias locales en su realidad particular emergen, luchan y eventualmente cesan; pasando el testigo a otras generaciones de creyentes, que con otros nombres y cargas particulares vuelven a representar a Cristo. Son muchas las asambleas de creyentes que han existido y su trabajo no permaneció. Permanecer sirviendo a Cristo a través del tiempo y por más de una generación es un privilegio que pocas iglesias locales han tenido. []

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